Las vacunas han tenido tanto éxito que ya nos hemos olvidado de cómo era el mundo antes de ellas y eso es un enorme problema
“Apareció un caso y luego otro. El recuento comenzó a subir. La ciudad cerró las piscinas y todos nos quedamos en casa, encerrados en el interior, evitando a otros niños“. Como explicaba Richard Rhodes en sus memorias, durante los años 40 y 50, la gran plaga, la que aterrorizaba a los padres y cerraba ciudades enteras, no era ni la peste, ni el cólera, ni el coronavirus: era la polio.
Cuando uno lee libros e informes que describen la época de la polio epidémica sorprende que todo aquello, todo aquel miedo, toda aquella angustia, toda aquella impotencia, dejara un poso tan tenue en nuestra memoria como sociedad. En el imaginario colectivo, la poliomielitis aparece como un vestigio de tiempos peores que se han ido y no pueden volver. Nos hemos acostumbrado a que no hay ninguna razón para temer que esas décimas de fiebre que tiene nuestro sobrino de 10 años escondan en realidad la parálisis, la atrofia muscular y las deformidades irrecuperables.
Y lo hemos hecho a una velocidad pasmosa. Quizás por eso, ahora que la Organización Mundial de la Salud acaba de declarar el continente africano libre de poliomelitis, muchos se sorprendan e incluso sean incapaces de imaginar un mundo como ese; un mundo que sobrevivía hasta hace unos meses a solo 4.000 kilómetros de distancia.
Decía George Santayana que “quienes se olvidan de su pasado están condenados a repetirlo” y, desgraciadamente, la crisis del coronavirus nos ofrece multitud de ejemplos que lo confirman. Pero, cuando miramos la historia en perspectiva y reflexionamos sobre enfermedades como la polio, parece inevitable preguntarse si basta solo con eso, con recordar. De nada sirven los recuerdos, si no entendemos realmente ese pasado, si no nos podemos poner en el pellejo de aquellos que sufrieron, murieron y lucharon contra las enfermedades. ¿Podemos realmente escarmentar de tiempos pasados o estamos condenados a tener que aprender todo esto una y otra vez?
Las consecuencias de un mundo sin monstruos
El último caso autóctono de polio en España ocurrió en 1988 y no es un caso aislado. En los últimos 50 años, el esfuerzo coordinado de sanitarios, ciudadanos y administraciones han conseguido desterrar del país, de todo el mundo desarrollado, decenas de enfermedades.
No faltan los ejemplos. Antes de la muerte en 2015 de un niño en Olot, el último caso de difteria había sido en 1984; la malaria se erradicó en 1964; los últimos brotes epidémicos de cólera ocurrieron en los años 70 y, desde hace media década, España es un país libre de transmisión endémica de rubeola (desde 2015) y sarampión (2016). Incluso enfermedades no infecciosas como el raquitismo se habían convertido en el país en “una curiosidad médica más que una realidad clínica“
Esto es algo maravilloso en todos los sentidos. Y, sin embargo, había algo en lo que no habíamos pensando. En cómo millones de ciudadanos que no han convivido con las enfermedades erradicadas, que no ven de forma directa y tangible los efectos de las vacunas, iba a relacionarse de una manera completamente nueva con la enfermedad y con los riesgos que tiene combatirla. Hoy por hoy, en las zonas de Nigeria donde la polio era endémica hablar de los (comparativamente insignificantes) riesgos de la vacuna no tiene sentido; en Europa, que erradicó oficialmente la enfermedad en 2002, esos discursos ganan adeptos.
Puede resultar paradójico, pero “la realidad – decía Rino Rappuoli en una entrevista para El Confidencial hace unos años– es que la gente puede permitirse el lujo de ser antivacunas porque las vacunas han tenido mucho éxito. Hace un siglo la esperanza de vida en Europa era de 47 años. La gente moría de difteria, tétanos, viruela y cólera“. Y lo peor es que repetirlo sirve de poco porque la incapacidad para ver nítidamente el pasado es algo que está fuertemente arraigado en nuestra naturaleza humana y, por extensión, en nuestras culturas y sociedades.
¿Cómo es posible que alguien se preocupe tanto en los riesgos de los riesgos de las vacunas que se olvide de los riesgos de no tenerlas?
Para entenderlo es bueno que pensamos en cómo evaluamos riesgos presentes, pasados y futuros. Es más, es bueno que caigamos en la cuenta que nos resulta muy difícil mirar al pasado con otros ojos que los del presente. Y es que, como ya decían los romanos, “memoria praeteritorum bonorum”, “el pasado siempre se recuerda bien”. Mejor, en todo caso, de lo que fue.
Aunque parezca un simple refrán, esconden un gran verdad: una qué explica cómo las historias de terror del mundo pre-vacunas se suavizan hasta parecer anécdotas sobredimensionadas. En 1994, Mitchell y Thompson decidieron estudiar por qué las personas teníamos esta tendencia a ver el pasado color de rosa y descubrieron que ese sesgo tenía un papel fundamental en el bienestar psicológico de las personas y su autoestima.
Junto con el “optimismo prospectivo” (confiar en que las cosas irán mejor en el futuro) y la “amortiguación” (percibir las experiencias actuales como peores de las que son), la “dulcificación del pasado” aparecía como una estrategia que ayudaba a los individuos a reinterpretar (o incluso alterar) sus recuerdos para abordar mejor – psicológicamente hablando – los problemas que se presentaban en el momento.
No se queda, no obstante, en una simple cuestión individual o psicológica. Disponemos de un consenso importante que señala que estos “tres sesgos contra el presente” tienen, además, efectos positivos a nivel social porque permiten a las comunidades dedicar recursos a los problemas actuales imbuidos por ese “optimismo prospectivo” que, en su formulación cultural, hemos solido denominarlo ‘progreso’ (y que ahora, ante problemas como el cambio climático, adquiere la forma del “aún no es tarde“). En este marco se puede entender también la popular idea de que “el mundo va a peor”: como elaboración de una oscura visión del presente.
Cuando las vacunas murieron de éxito
Hablamos de los ‘efectos positivos’ porque sí, estos sesgos psicosociales agregados en tendencias culturales son una herramienta importantísima para alinear incentivos con problemas. Pero, evidentemente, también puede tener efectos negativos. El “optimismo prospectivo” puede ser contraproducente ante una catástrofe de la misma forma que la “dulcificación del pasado” nos puede hacer que minusvaloremos riesgos por el sencillo hecho de que no se den en el presente.
Este es el caso de los movimientos antivacunas. Si lo pensamos con frialdad, en un mundo en que las principales enfermedades infecciosas del pasado han sido erradicadas, los efectos secundarios de las vacunas son, de hecho, un gran problema. Y esto es tan de sentido común que los primeros que están de acuerdo, de hecho, son los investigadores que trabajan en mejorarlas.
Lo problemático viene cuando, acuciados por ese “peligro actual” e incapaces de contrastar nuestra experiencia con las de otras circunstancias pasadas, minusvaloramos los peligros del pasado y confiamos en que hagamos lo que hagamos “todo va a salir bien”. Es decir, cuando desechamos una herramienta que, pese a sus problemas, hace infinitamente más bien que mal. Lo problemático ocurre, en definitiva, cuando nos entregamos a nuestros sesgos y olvidamos que, como decía Hannah Arendt, a veces resulta muy difícil diferenciar una trampa de una madriguera.
Imagen | RIBI Image Library
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La noticia
Las vacunas han tenido tanto éxito que ya nos hemos olvidado de cómo era el mundo antes de ellas y eso es un enorme problema
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Xataka
por
Javier Jiménez
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