‘El ala oeste de La Casa Blanca’ no es ‘Los Simpson’, pero hace veinte años predijo algunos de los debates de ciencia y tecnología actuales
Un día, de buena mañana salta la noticia: alguien ha tenido un accidente de bici y se ha lastimado el tobillo. Un hecho sin gran relevancia de no ser porque ese alguien es el presidente de los Estados Unidos de América, razón por la que se reúne raudo y veloz todo el gabinete presidencial nada más llegarles el aviso al busca. Sí, al busca. Así comenzó, en 1999, ‘El ala oeste de la Casa Blanca’.
Veinte años después, catorce desde que terminase tras siete temporadas en NBC (actualmente se puede ver en Prime Video), parece mentira que esta serie —tan obligadamente anclada en esa época con sus móviles de antena, televisores analógicos con sus 625 líneas y pantallas de 4:3, faxes y un mundo no tan globalizado y digital como el que vivimos ahora— siga siendo tan vigente y actual.
Un factor que suele determinar la perduración o el potencial de convertirse en clásico es, precisamente, su atemporalidad. Ya no es cuestión del trato de temas universales, sino de su exposición y su urgencia. El ‘Ala oeste’ cumple, de sobra, al mostrarse incluso profética en torno a los grandes debates que hoy nos encontramos en medios y en la sociedad en torno a múltitud de temas, incluyendo los que nos más nos gustan en Xataka: la ciencia y la tecnología.
Aunque he de admitir que no me gusta usar la palabra profética, ya que en realidad tenemos un caso similar al de ‘Los Simpson’. Los guionistas de ambas series no tienen una bola de cristal, simplemente observan. Son filósofos que miran, analizan y exponen una situación ficticia que puede ser tan ridícula como factible. La diferencia es que la creación de Matt Groening se permite ser algo más fantasiosa.
Y digo lo de “algo” porque podríamos hablar de ‘El ala oeste de La Casa Blanca’ casi como si fuese ciencia ficción. Aaron Sorkin acomete un ejercicio de utopía en torno a cómo debería ser el gobierno en el mejor de los casos, alejada de retóricas demagógicas y de simplismos. Nada es la opción idónea y lo que propone el contrario nunca es la peor solución. Algo que debería aprender la política actual.
Es verdad que podemos sacarle punta y multitud de defectos a la serie, sobre todo si no se comulga con el signo político (demócratas en este caso) del presidente Bartlet y su círculo cercano. Son apasionados que defienden con uñas y dientes sus políticas socioeconómicas. Por otro lado, es una serie diseñada para el gran público, por lo que el papel de Estados Unidos y sus grandes valores no se ponen en entredicho. O al menos más allá de ejercicios superficiales de autocrítica.
Si se hiciese hoy, ‘El ala oeste de La Casa Blanca’ sería bastante distinta en cuanto a su planteamiento. El hacer 22 episodios anuales para televisión generalista hizo que tuviesen que centrarse en conflictos internacionales, algún que otro debate social y tensar el ambiente con sus ciclos electorales. Pero de vez en cuando Sorkin, John Wells (que se encargó de la serie en sus últimas temporadas) y su equipo de guionistas pusieron sobre la mesa temas con miras al futuro. Normalmente de forma más o menos somera.
Mezclando I+D+i y política en ‘Eppur si muove’
Volviendo al propósito de este texto, aunque la mayoría de episodios giran más en torno a crisis militares, diplomáticas y conatos de conflictos armados, podemos encontrar unos pocos episodios muy centrado en debates científicos. Es el caso de ‘Eppur si muove‘, el decimosexto episodio de la temporada 5.
La historia gira en torno a la campaña de ataque hacia el Instituto Nacional de Salud por parte de una congresista,
Barbara Layton (Cherry Jones). El objetivo es por un lado político, ya que la hija mayor del presidente lleva a cabo una investigación en torno al virus del papiloma humano en prostitutas puertorriqueñas; pero también se disfraza de debate de moralidad.
Además, no estamos tanto con el eterno debate de fe vs ciencia (como podría parecer por la referencia del título del episodio) sino de la línea de lo moral en la ciencia. Un asunto que sigue siendo hoy motivo de debate —las implicaciones del uso de células madre, por ejemplo, sigue contando con mucha oposición—.
A lo largo del episodio se debate sobre el papel del gobierno en la ciencia y si ésta debe ser “éticamente” correcta. De dar dinero a algo tan importante como la investigación científica, en concreto la financiación de proyectos científicos en cuestiones de sanidad. Sobre todo en un país económicamente tan liberal como Estados Unidos, donde prima lo privado. Sobre qué se debe financiar y sobre por qué financiar tal investigación sobre el papiloma no debe ser excluyente con destinar fondos a la cura del cáncer.
El virus que nos pondrá en jaque
Bastante antes, un acalorado Josh Lyman (Bradley Whitford) disertaría con CJ (Allison Janney) sobre cómo en un mundo post guerra fría, la gran amenaza que nos pondría en jaque como sociedad sería un virus. El personaje nos hacía presenta algo que no nos hemos parado a pensar hasta ahora: no estamos preparados para una pandemia.
En esa escena pondría el ejemplo de la viruela, erradicada hace ya cuarenta años. Dado que el efecto de la prácticamente desaparecida vacuna —existen pocas dosis— dura diez años, eso implicaría que actualmente no debe haber nadie inmunizado. Que el virus reapareciese —supuestamente únicamente se encuentra en laboratorios— podría significar una infección masiva con pocas posibilidades de contención.
Más allá de cómo se puede trasladar esto al SARS-CoV-2, la catástrofe que supondría a nivel sociopolítico y sanitario el lidiar con una pandemia es el tema de ciencia ficción post-apocalíptica más tangible en cualquier momento de los últimos veinte años. Ya de por sí en lo que llevamos de siglo XXI hemos tenido algunas epidemias y pandemias notorias: de la gripe aviar a la porcina, pasando por el ébola.
Así, el personaje interpretado por Whitford imagina un brote en la estación Central de Nueva York y cómo eso supondría una emergencia sanitaria para la que no estamos preparados. No entra en pormenores, pero no es difícil pensar en cómo hemos reaccionado, institucionalmente y como sociedad, a la pandemia de la COVID-19.
¿Por qué ir a Marte?
En uno de los primeros episodios de la serie, curiosamente llamado ‘Galileo’ (2×10), tenemos un debate similar al de la financiación de investigaciones científicas. La Casa Blanca debe lidiar con la pérdida de una nave espacial no tripulada que falla al aterrizar en Marte. En un momento dado, se debate arduamente sobre el dineral que cuesta cada misión espacial. Mallory (Allison Smith), argumenta que ese dinero hubiera venido mejor para educación, alimentación y otros asuntos sociales. Sam (Rob Lowe) justifica:
«Hay un montón de gente hambrienta, Mal, y ninguna de ellas tiene hambre porque fuimos a la luna. Ninguna tiene más frío y ninguna es más tonta porque fuésemos a la luna. (…) [Vamos a Marte] porque es lo siguiente. Porque salimos de la cueva y miramos la colina y vimos fuego y cruzamos el océano y colonizamos el oeste y tomamos el cielo. La historia del hombre es una cronología de la exploración y esto es lo que sigue.»
Tres temporadas después, un Josh Lyman cansado de que a la NASA no parezca ni saber montar una estantería sin que se rompa algo, se verá en el dilema de si destinar fondos a la que sería la primera misión tripulada a Marte. Un escenario soñado desde hace años pero que supone sumas gigantescas de dinero que podría ir a otras cosas cuya inversión sea más segura, por así decirlo.
El cambio climático y las energías alternativas que no dan el salto
Otra de las preocupaciones de la serie de Aaron Sorkin gira en torno al cambio climático. Bueno, por aquel entonces lo llamábamos más “efecto invernadero” y “calentamiento global”. El despacho oval es consciente de lo difícil a nivel estructural que es hacer lo que le corresponde. De hecho, el mismo presidente Bartlet en un momento dado replica que son un país que conduce SUV diciéndole a un país que va en bicicleta que reduzca emisiones.
A lo largo de la serie vemos sectores airados por una proposición para gravar más la gasolina, la presunta viabilidad del etanol como energía renovable (tema de campaña y todo), glaciares que se funden dramáticamente e incluso juegan con la polémica que se monta cuando Josh Lyman choca un todoterreno contra un híbrido. Una metáfora bastante obvia que llegó un par de años antes de que ‘Una verdad incómoda’ empezase a cambiar la conversación en torno a lo que se avecina.
Desde la serie el mensaje es dramático: este es un campo de minas y obstáculos de difícil superación tal y como está diseñado el statu quo. Sobre todo si por un lado el negacionismo respecto a este asunto campa a sus anchas y, por el otro, el convertirlo en un tema político va a tener, siempre, una inevitable oposición férrea. Es un tema del que se debe hablar y se debe debatir… pero realizar las acciones necesarias para intentar frenar este cambio climático es mucho más difícil.
O, al menos, esa es la lección que transmite ‘El ala oeste de La Casa Blanca’.
De privacidad al acceso libre a Internet: un carrusel de temas inauditos entonces, ineludibles ahora
A lo largo de las siete temporadas, más allá de lo que es la subtrama, los diálogos venían salpicados con carruseles de temás que por entonces no se habían tocado mucho y ahora es imposible no pensar en ellos: hay momentos para el Times Up, para hablar del auge de los blogs (con la llegada de los trolls de Internet), los nuevos medios y cómo estos adelantan por la derecha a las publicaciones tradicionales. Algo que Sorkin trabajó más en ‘The Newsroom‘ con su reivindicación (y modernización) de un programa de noticias de cable.
Otro pequeño debate (en la tercera temporada de la serie) es el acceso a Internet y a nuevas tecnologías. Más en concreto la creación de una ley educativa que provea de Internet a los más pobres. Volvemos a 2020, el confinamiento y las clases online: UNICEF calculó en abril que, en España, cien mil hogares con niños no tenían acceso a Intenet y que “la falta de acceso a un ordenador es casi 20 veces mayor en los hogares más pobres”. Esto que le preocupaba al vicepresidente Hoynes (Tim Matheson) ha pasado aquí mismo hace nada… y con previsión de que pueda volver a pasar.
Hablando de la “red de redes”, en uno de los primeros episodios de la serie un apasionado Sam (Rob Lowe) diría al presidente que veinte años en el futuro el gran debate sería el de la privacidad. El tema surge en una historia en la que se descubre un artículo controvertido escrito por un candidato a ocupar un puesto de Tribunal Supremo en su época universitaria. Por cierto, este revés supondría el nombramiento del primer hispano en el cargo, algo que en el mundo real tardaría una década.
Más o menos lo mismo que tardaría en volverse la privacidad un asunto de estado con la investigación a Facebook por el caso de Cambridge Analytica. Lowe avisa de un futuro en el que todo esté al alcance de un clic… y lo grave que será eso. Y, a pesar de que existe una preocupación real y legítima, todavía es una gran asignatura pendiente.
Este descubrimiento que proporciona la premisa del episodio no es distinto a la “arqueología” digital que hoy en día vemos. Y ya hemos visto cómo nos las gastamos muchas veces en Twitter y otras redes sociales en plena cultura de la cancelación, una cultura que pone en entredicho el derecho mismo a madurar y a cambiar tus opiniones en el tiempo. Eso que publicaste de coña con dieciocho años puede ser causa de despido con treinta. Y ‘El ala oeste’ te lo dijo.
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La noticia
‘El ala oeste de La Casa Blanca’ no es ‘Los Simpson’, pero hace veinte años predijo algunos de los debates de ciencia y tecnología actuales
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Albertini
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