Cuando el ejército de Estados Unidos convirtió el Metro de Nueva York en el “laboratorio de guerra bacteriológica” más grande del mundo sin que nadie lo supiera
El 6 de junio de 1966, un grupo de investigadores del Ejército de Estados Unidos rompieron discretamente decenas de ampollas de cristal en las líneas de del metro de Nueva York. Cada una de ellas contenía 175 gramos de una bacteria llamada Bacillus subtilis; es decir, 87 billones de microorganismos por ampolla. Su misión era sencilla: destrozar los contenedores de vidrio en lugares que facilitaran la expansión de la bacteria.
Más tarde, otro grupo de investigadores equipado con maquinaria para analizar el aire se encargaría de ver cómo, cuándo y cuánto era capaz de extenderse el microorganismo por las entrañas de la Ciudad de Nueva York. No era la primera vez que el Ejército norteamericano hacía algo así y no sería la última. Durante dos décadas, de 1949 a 1969, la red de metro más grande del país se convirtió en el laboratorio de guerra bacteriológica más grande del mundo. Sin que nadie lo supiera.
Vendrán más años malos y nos harán más ciegos
En esas dos décadas, se realizaron 239 experimentos en los que los investigadores utilizaban bacterias para simular guerras biológicas. Bacterias que eran consideradas inocuas en el momento, pero que, como señalaba el especialista en bioterrorismo de la Universidad Rutgers (Nueva Jersey) Leonard Cole, “hoy son considerados patógenos” y sabemos que pueden causar problemas de salud. La Bacillus subtilis, por utilizar el mismo ejemplo, no suele considerarse un patógeno, pero suele infectar alimentos y puede llegar a causar intoxicaciones alimentarias.
Precisamente Cole es el autor de un libro, ‘Clouds of Secrecy: The Army’s Germ Warfare Tests Over Populated Areas‘, que analiza todos estos experimentos y en el que explica que, aunque el Metro de Nueva York no fue el único objetivo, sí fue uno de los más “impactantes” en términos de afectados. Más de un millón de personas expuestas entre el 6 y el 10 de junio del 66, según las estimaciones del propio ejército.
No son cifras extrañas si nos fijamos en las conclusiones del trabajo. Por ejemplo, si las ampollas se rompían a la llegada del tren, las conclusiones del estudio indicaban que se tardaba entre cuatro y 13 minutos en exponer a todos los pasajeros del andén a la bacteria. Es más: cinco minutos después de que se liberaran las bacterias en una estación en concreto ya se podía detectar en estaciones aledañas.
El programa acabó por un chivatazo periodístico a principios de la década de los 70 y en 1975, el mismísimo Congreso de los Estados Unidos llamó a los científicos a testificar. Fue entonces cuando justificó el estudio por un motivo muy sencillo: las conclusiones del mismo dejaban claro que “un agente más peligroso habría dejado fuera de juego a la ciudad en un abrir y cerrar de ojos”.
Este es un buen ejemplo de lo mucho que hemos avanzado en términos de ética de investigación. No hace falta recordar que en esa misma época, entre el 32 y el 72, el ‘experimento Tuskegee‘ del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos mantuvo sin tratar a seiscientos aparceros afroamericanos enfermos de sífilis con la única intención de estudia mejor cuál era la progresión natural de esta enfermedad. Hubo muchos casos más y mucho peores que los del Metro de Nueva York. Por eso mismo es bueno recordar que estos estándares éticos no son mera burocracia, son una cuestión de humanidad.
Imagen | Martin Adams
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La noticia
Cuando el ejército de Estados Unidos convirtió el Metro de Nueva York en el “laboratorio de guerra bacteriológica” más grande del mundo sin que nadie lo supiera
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Xataka
por
Javier Jiménez
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