WhatsApp, tugurios y el efecto red
En el análisis empresarial se suele hablar del efecto red para referirse a una ventaja competitiva que ocurre cuando el valor de un bien o un servicio se incrementa —tanto para nuevos usuarios como para los ya existentes— a medida en que su número de usuarios crece. ¿Alguien recuerda la llegada del operador ONO a España a principios de los 2000? Su revolucionaria propuesta fue regalar las llamadas entre usuarios de ONO para siempre, algo que inoculó en la memoria colectiva con el eslógan “cuanto más seamos, menos pagamos”.
ONO creció hasta pasar a manos de Vodafone, pero en cualquier caso aquella propuesta fue un perfecto ejemplo del efecto red: a medida que más usuarios llegaban al servicio, mayor era el impacto positivo para todos los clientes, que tenían que pagar las llamadas a cada vez menos personas, las que iban quedando en el resto de operadoras.
Ese efecto red tenía otra ventaja tanto para la empresa como para sus clientes: eran los propios clientes los que hacían de comerciales ante sus círculos sociales, ya que les interesaba que también se pasasen a ONO para reducir aún más su factura telefónica. La jugada fue redonda. Diez años después de aquello, con el cambio de década, empezó una revolución similar, solo que esta se dio en nuestros teléfonos móviles: la llegada de WhatsApp, que en España pasó de aplicación a religión. Y que puso unos cimientos tan fuertes que ni siquiera con la última crisis de fe colectiva ha visto tambalear sus cimientos.
Nuestro tugurio
El efecto red es el mismo que hacía que mis amigos del pueblo, hace más de diez años y cuando no había oído ni hablar de esta teoría, me hiciesen acudir constantemente a su bar preferido, un tugurio que estaba a una inspección sanitaria del cierre preventivo, en lugar de a otras alternativas mucho más limpias y agradables. “Es el ambiente”, me decían cuando preguntaba por qué insistían en acudir allí. Algo similar al motivo que aducen los que son agnósticos de la tecnología pero se resisten a pasar a Telegram, mucho más versátil: no es que tengan ninguna fijación especial con WhatsApp, es que es allí donde está la gente. Será un tugurio, pero es su tugurio.
Esa misma gente que a principios de década es lo que hizo que el crecimiento de usuarios de WhatsApp, incluso de usuarios de smartphones que hasta entonces no veían motivos para abandonar su viejo Symbian, fuese como una bola de nieve. Mensajería privada y grupal sin tener que preocuparse nunca más por el precio de los SMS. Dónde hay que firmar.
2021 empezó con WhatsApp anunciando que su política de privacidad cambiaría en febrero para permitir que pudiese compartir los datos de sus usuarios con Facebook. A los europeos nos salvó la GDPR, pero ni eso fue suficiente para arquear más de una ceja y que el rúnrún de abandonar la plataforma, o al menos reducir la dependencia de ella, fuese envolviendo a medio mundo como una nebulosa. Hasta el punto de que WhatsApp anunció que posponía este cambio para “aclarar la desinformación al respecto”.
El daño ya estaba hecho y las dos principales alternativas, Telegram y Signal, fueron ganando enteros, aupándose a lo más alto de los rankings de descargas, tanto en la App Store de Apple como en la Play Store de Google.
iMessage, la plataforma propietaria de Apple integrada de serie en todos sus dispositivos, también podría considerarse una rival, aunque mucho más cerrada al no estar en Android ni Windows, y por tanto con menos posibilidades de éxito. Efectivamente, el interés que suscitó en Google en las últimas semanas, aunque aumentó respecto a los meses anteriores, no deja de estar en la horquilla del zigzag habitual.
El susto, en cualquier caso, fue tal que WhatsApp incluso contrató una campaña publicitaria en las portadas de varios periódicos para transmitir que su aplicación es segura y que respeta nuestra privacidad.
Y volvemos a la casilla de salida. ¿Todo esto va a cambiar algo? WhatsApp es propiedad de Facebook desde hace más de seis años. La Facebook de Cambridge Analytica, la que tiene tantos datos sobre nosotros que podría reconstruir nuestra vida y predecirnos mejor que nuestras madres, la que compartió fotos del carrete de sus usuarios, jamás publicadas, con aplicaciones de terceros; la que almacenaba cientos de millones de contraseñas de sus usuarios en texto plano, la que pedía la contraseña de la cuenta de correo a algunos recién registrados, la que jugaba a experimentar si podía influir en unos resultados electorales, la que sabe lo que ocurre en el móvil de sus usuarios, aunque sea fuera de sus aplicaciones.
A estas alturas la mayor evidencia es que o bien tenemos amnesia colectiva o bien todo esto nos da igual. Como mucho, negamos con la cabeza poniendo un gesto repugnado y a otra cosa. A ver qué nos sale en el ‘Explora’ de Instagram. La sociedad de la información nos ha traído avances fascinantes y aterradores al mismo tiempo, como el teclado mariposa de Apple o el cachopo vegano. Demasiados estímulos constantes como pararnos a pensar más de un par de minutos.
El efecto red es lo que hizo que WhatsApp creciera a lo bruto en España y nos convirtiésemos en uno de los países con mayor penetración del mundo para esta aplicación. El mismo efecto que nos encadena a ella diez años después de su auge. En este decenio hemos visto algunas de sus externalidades no previstas, como ese conveniente infierno que son los grupos, pero nada en el horizonte hace pensar que algo vaya a bajarnos de esta burra a medio plazo.
WhatsApp caerá como cayeron IRC, el MSN, MySpace, Fotolog o Tuenti. La incógnita es cuándo. Y ni siquiera los sucesos recientes o las amenazas de un éxodo masivo a Telegram o Signal hacen pensar que esto vaya a suceder. Ni remotamente. Es nuestro tugurio.
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La noticia
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fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Lacort
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